jueves, septiembre 06, 2007

Costumbre

Tengo que aprender a aceptar tu muerte.

No sé cuando sucederá, pero es segura.

Pasando tanto tiempo junto a ti, absorbiéndote todos los días en cada aliento, cada paso, cada sonido, cada pensamiento; llegará un momento en que la cohesión sea inevitable e irreversible.

Y entonces, cuando mueras, me dolerá tanto como duele un desmembramiento, un estallamiento de vísceras, una súbita pero lenta y continua hemorragia...

Lo grave es que, aunque me muera contigo, no me extinguiré; seguiré aqui y, lo peor, consciente de estarlo. De manera que mi muerte será un fin presente, una putrefacción latente, una dilución consciente.

Y también podría morir yo antes que tu, en cuyo caso padecerías esto mismo. Pero yo, por mi parte, debo prepararme para tu extinción, más que para la mía; pues la muerte propia llega tan de pronto y acontece tan rápido que uno no alcanza a darse cuenta de que murió: un instante basta para agotar toda una vida...

Pero cuando muere el otro, uno tiene todo el resto de su vida para morirse con él, para desangrarse un poquito cada día, para envenenarse con el fósforo de su cadáver cada noche, sin poderse acabar de morir, hasta que el corazón ya no aguante más.

Ojalá podamos morir juntos, de una sola vez.