Una punzada
debajo de las costillas de mi lado izquierdo evidenció la angustia que se
inflamaba en mi interior. Las vísceras servían como voceras de la anomalía que
estaba ocurriendo dentro de mi cuerpo, manifestación sutil pero insistente del temor
que crecía como espuma en una olla. Estaba en una casa ajena, lejos de la mía, disponiéndome
a dormir un rato mientras el neurocirujano abría la cabeza de Silvia para
extraerle el tumor que paralizó la vida de todos una semana antes.
La familia
se había dispersado entre sus casas y el hospital para montar guardia y estar
al pendiente de lo que se necesitara. Por la lejanía, decidí pernoctar con
Norma, quien me ofreció un cereal para que no durmiera con el estómago vacío.
“Me duele aquí”, le dije y señalé mi abdomen. Mi tía advirtió que eso podía ser
colitis, porque ella padecía esos mismos dolores y recientemente había ido a
parar al hospital por una severa inflamación del colon. “Come y duérmete, al
rato nos dirán”.
Llamé a mi
madre y le pedí noticias de la cirugía, en cuanto las hubiera. Maricela fue
centinela de Silvia desde el momento de su caída y hasta el fin de la historia,
y esa noche era la primera de muchas que pasaría en el hospital Ángeles
vigilándola. El médico había decidido, para evadir trámites hospitalarios
complicados, operar a Silvia en la madrugada, por lo que las noticias llegaron alrededor
de las 05:00. “La cirugía salió bien, la darán de alta en unos días”. La
punzada en las costillas cedió por un rato.
El
neurólogo del hospital había sugerido tomar una biopsia del astrocitoma que
nació en el cerebro de Silvia antes de extraerlo, pero el esposo prefirió la
opinión de Trujillo, un conocido neurocirujano del hospital de Pemex, quien
hizo gala de su origen norteño al asegurar, con todo su aplomo, que el hospital
sólo quería sacar más dinero y que había que operarla YA. Esa fue palabra de
dios.
Lo que
Trujillo quizá no sabía, o quizá pasó por alto, es que el astrocitoma de Silvia
se transformaría después en un mortal, aplastante, cruel y necrótico glioblastoma
multiforme. La extracción de esa noche sólo fue un corte a una medusa que, tres
meses después, se habría regenerado y fortalecido con otras siete cabezas. Pero
esos primeros días de octubre de 2012, la tranquilidad volvió a la familia
cuando Silvia fue dada de alta y salió del hospital por su propio pie, apoyada
en mi brazo y el de Norma. Sonriendo.
Creímos que lo habíamos vencido.
Ninguno de
nosotros –ni siquiera Silvia- podría haber notado la presencia del glioblastoma
antes del 28 de septiembre de 2012. Era por todos conocido el torbellino que
eran sus días por las actividades de tres hijos y un marido, la inexorable
prisa con la que vivía su vida, la desquiciante urgencia con la que quería
exprimirle cada segundo a cada minuto del día, pero nadie habría asociado eso
con un tumor cerebral. A las 09:00 de esa mañana, Silvia llamó a Maricela para
ir a desayunar a su casa y pasar un rato antes de recoger a su hijo en la
escuela. El teléfono me hizo brincar de la cama al tocador, mis pies –aún
torpes- se enredaron y le contesté desde el suelo. “Ya voy para allá”, dijo.
La casa
estaba todavía desordenada por la reciente mudanza, en la que Silvia ayudó más
que nadie. En el estorboso comedor desayunamos huevos con jamón y, aún sin
terminar, mi efervescente tía empezó el ajetreo de ese viernes: nos urgió a
terminar el desayuno para ir por más cosas a la casa vieja, aprovechando que
traía su camioneta. Maricela y yo intentamos convencerla de tomar
tranquilamente el desayuno y dejar el traslado para otro momento en el que no
tuviera que recoger a Bruno. Pero Silvia siempre quería estirar el tiempo hasta
donde ya no pudiera dar más, así que tomó las llaves y salió hacia el
estacionamiento. “No, vamos rápido y nos traemos un viaje, órale”.
En el
camino intenté hacerla consciente del peligro que esa vida tan agitada podía
traerle, pero ella, optimista hasta la locura, decía que no pasaba nada, que
ella y su familia ya estaban acostumbrados a vivir así, corriendo. Argumenté
posibles problemas digestivos por comer apresuradamente en el carro antes de
jugar basquetbol, o un aumento en su presión sanguínea por tanto estrés, pero
ella aseguraba que nunca les había pasado nada. Su terquedad me angustió y le
prometí prestarle mi libro ‘Elogio de la lentitud’, para que conociera los
beneficios de bajar la velocidad al bólido de su vida.
Ya en la
vieja casa, esa que a todo el mundo le parecía fantasmal pero que ella siempre
quiso comprar, Silvia subió cosas a una velocidad desesperante. Eran las 12:20
y Bruno salía de la escuela a las 12:30, pero las hermanas de esta familia
nunca han sabido dejar un lugar sucio o desordenado: había que barrer primero
la alfombra de hojas y flores que caía del árbol de afuera. Maricela y yo barríamos
la entrada, Silvia la banqueta, cuando un sonido totalmente desconocido salió
de su garganta y taladró nuestros oídos, sin poder figurarnos siquiera qué era.
El desconcierto nos hizo voltear hacia ella… la vimos caer. De frente hasta el
suelo, sin ningún freno y sin el glamour
de los desmayos actuados en televisión: su frente fue a estrellarse directo
contra la raíz del árbol que sobresalía de la tierra, porque Maricela no estaba
suficientemente cerca para sostenerla cuando vio caer su largo cuerpo sin
autonomía y le gritó ¡¡Silvia!!
El horror
se apoderó de mí. Varios de mis colosales miedos cobraron vida y se erigieron
frente a mis ojos cuando la vi agitarse en el suelo, mientras Maricela la
volteaba boca arriba y se debatía entre acomodar su cabeza y cubrir la herida
en su frente, que ya sangraba profusamente. “¡Ve por el doctor de aquí atrás!”,
gritó Maricela, y yo corrí hacia su consultorio con la fuerza de quien huye del
monstruo al que ha temido toda su vida. Mi conocida y autodestructiva habilidad
de somatización me hizo temer que yo misma me desmayara, o vomitara o me diera
un ataque por la infame presión a la que estaba sometida. El doctor no estaba.
Corrí de vuelta y al ver al vecino le grité “¡don Andrés, ayúdenos por favor,
mi tía se desmayó!”; el hombre dio dos saltos y ya estaba ayudando a mi madre a
sostener la cabeza de Silvia.
Como no
sabía qué hacer, corrí por el teléfono para pedir ayuda, y de paso jalé una
toalla para la herida. Llamé a emergencias y pedí una ambulancia. Desde dentro
alcanzaba a ver los pies de Silvia revolviéndose y estirándose en el piso y me
di cuenta de que la convulsión era muy larga. Colgué y salí, le di la toalla a
Maricela y la puso en la herida. Yo entraba y salía de la casa sin intención ni
control, sólo quería evadir esa imagen que inevitablemente me recordaba a mí
misma y al temor con el que he vivido 25 años: volver a convulsionar. Pero
dejar sola a Maricela tampoco era opción, así que me quedé allí y esperamos a
que la crisis pasara. Mientras llegaba la ambulancia seguí dando vueltas
erráticamente y los ojos de Silvia me seguían, débiles y sin intención, pero
sin fallar en uno solo de mis movimientos. Llegó un momento en que realmente
creí que me veían e intenté quitar la cara de horror para no asustarla.
Cuando
llegaron los paramédicos le pregunté a Maricela “¿te vas tú o me voy yo?”,
porque sólo una persona puede acompañar al herido. Me pidió que fuera yo, ella
se sentía muy nerviosa. Silvia volvió. Al verse en el suelo, preguntó qué le
había pasado, y se quejó de dolor en una rodilla y en la frente. Llamé a su
marido y al mayor de sus hijos, fui por su cartera a la camioneta y me subí a
la ambulancia detrás de ella y los paramédicos. Volvió a preguntar ¿qué me
pasó? La paramédico le dijo que tuvo una convulsión pero que ya estaba bien.
Silvia me miraba y sabía quién era, pero se notaba completamente confundida. Su
cerebro aún no se recuperaba de semejante descarga eléctrica.
De alguna
forma, a partir de ese momento Silvia no volvió a estar de pie nunca más.
Caminó todavía varios meses, fue completamente autónoma en sus movimientos pero,
de una forma simbólica, nunca volvió a levantarse de esa caída. En forma
horizontal entró a la ambulancia a la que me subí, y de forma horizontal salió
de la habitación en la que pasó sus últimas semanas. Ver caer así a alguien como Silvia, mujer de acero
inoxidable e irrompible, de una sola pieza, entera, sólida, de presencia
avasalladora y una voluntad desquiciantemente irrefutable, no podía ser un
simple accidente. Esa caída simbolizó justo eso: su declive, su derrumbamiento,
el talón atravesado de un imbatible Aquiles, el principio del fin.
Dejé a
Maricela en manos de mi recién llegado primo y pedí que alguien le tomara la
presión porque es hipertensa, y revivir las crisis epilépticas que le daban a
su hija la podía alterar mucho. Conseguí una bolsa de plástico y la metí en mi
bolsillo: mis propias reacciones me dan más miedo que cualquier evento externo,
y jamás había estado en una ambulancia, así que quise prever accidentes gástricos.
En el camino hacia el hospital Magdalena de las Salinas, Silvia preguntó varias
veces por lo único que podía ocupar su mente en ese momento: “¿qué me pasó?
¿porqué me duele la rodilla y la cabeza? ¿y Bruno?” Aunque le dije que su
esposo recogería al niño, ella seguía preguntando por él. “Cuando no tienen
antecedentes de epilepsia, las convulsiones suelen ser por cisticercos”, dijo la
paramédico y le hizo preguntas a Silvia para medir su lucidez. Respondió todo
correctamente.
El
neurólogo del hospital al que luego fue trasladada había sugerido tomar una
biopsia del astrocitoma que nació en el cerebro de Silvia antes de extraerlo,
pero el esposo prefirió la opinión de Trujillo, así que ese viernes 5 de
octubre la operaron. Dos días después salió caminando conmigo, “yo te vi
entrar, tenía que verte salir”, le dije. Creímos que era otra de las batallas
ganadas por la invencible Silvia.
El dolor
debajo de mis costillas persistió, y Silvia volvió a convulsionar. Esta vez
sola, en su auto.