sábado, mayo 16, 2009

Amanecí con un dolor en el corazón.
Incluso, el dolor me despertó.

Estaba sumida en uno de esos profundos y bizarros sueños que suelo tener (diario) y no tenía intenciones de despertar hasta recibir esa llamada prometida, la que me ha estado despertando los últimos días. Pero no, el corazón me arrancó de mi sueño gritando "¡DESPIERTA! Sal de esa cama YA mismo y ve a buscarlo.

Si pues, abrí un ojo. El otro con dificultad: el rímel había pegado mis pestañas. Empezó a preocuparme ese dolor, era muy intenso pero no era un infarto; no me dolía el brazo ni me faltaba el aire; es más, ni siquiera era realmente un dolor. Era como si hubiera dormido con un yunque sobre el pecho y la presión ejercida estuviera haciendo sus efectos. Pero era preocupante: sin siquiera ser un dolor, me dolía cada vez más y me estaba provocando un ataque de ansiedad.

Quizá era eso: un ataque de ansiedad. No son algo nuevo para mí, pero hace mucho tiempo no padecía uno. Y ahora no tiene razón de ser, aquella vez fue resultado del cocktail que me tomé: una onza de abandono, dos de desamor y el toque final, unas tachas malignas que me recetó el doctor para curar mis úlceras gástricas.

Pero hoy no pasó nada. Incluso estaba contenta, ya había encontrado una línea narrativa para mi texto, bastante buena -ahora sólo faltaba desarrollarla- y mi espacio onírico ésta vez no era la pesadilla. Soñaba estar con mi tío y su novio, en su casa -que no es la real- fumando y conversando. Salí al gran jardín de la casa por la puerta equivocada y arrojé mi colilla al aire, pero al notar que caía en el pasto, corrí a apagarla. Menos mal, pues cuando me acerqué ya estaba quemando un papel. La apagué sobre una enorme piedra que, a su vez, despedía fuego con la fricción de mi colilla. Una mujer gritaba al fondo del jardín, "Paco mira, está saliendo fuego de la piedra", lo que me hacía voltear hacia arriba y ver a mi tío trepado en un árbol, con esa actitud regañona de siempre. Al mirar mi propia piedra, veía que era idéntica a la de la mujer y notaba que, por cierto, también le estaba saliendo fuego azul. Entonces le grité a Paco "aqui también" y me empezaba a parecer surreal la escena, surreales la mujer y yo mirando piedras idénticas, con fuego azul saliendo de ellas, cuando mi corazón gritó.

¡Despierta y salte de ahi!

Salté de la cama como quien encuentra un alacrán entre sus sábanas. Me disponía a bañarme para salir pronto de ahi, me apresuré como nunca -soy lennnnta como perezoso- pero me seguía angustiando la tormenta que sentía dentro, ese dolor intocable y casi indescriptible que me cerraba el esófago; me dolía respirar y tragar la leche que me serví, y que acabé por tirar.

Abrí la puerta de la casa. Ya no me bañé, ya no importa. Tengo que salir. La cerré inmediatamente. Lo que ví coincidía perfectamente con el dolor -o lo explicaba-: no había calle, ni auto, ni árbol, ni casas, ni cielo. Todo blanco. Vacío. Nada. El límite de la realidad era el marco de esa puerta; después, un blanco absoluto e inexorable. Y por supuesto, aterrador por inexplicable.

Cerré la puerta y volví corriendo a mi cama. Esto es un sueño, pensé. Confié. Al cruzar el umbral de mi recámara, vi el cuerpo de una mujer acostado boca abajo, abrazando la almohada y con el rostro sumido en ella. Se instaló en mi todo el desconcierto y el pánico que un sólo ser humano pueda conocer, pero levanté la sábana para ver quien era.

Su cuerpo estaba rígido y azul. Como ese fuego, como mi dolor de corazón. Debajo de su seno izquierdo, aplastado entre el pezón y la sangre ya seca, el alacrán.

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